martes, 24 de enero de 2012

Nak 55.0

La noche devoraba estrellas despistadas al compás marcado por los pasos de baile de las nubes noctámbulas. La brisa del sureste cercenaba reflejos extraños en el fondo de espejos ajados.

 En mitad de la noche un pozo bebe rayos de luna magenta con su boca muy abierta. Asomar la cabeza y gritar tu nombre para  escucharlo repetido con tono húmedo, fresco; como tus caricias durante las tardes borrosas de otoño. Lanzar tu nombre y recoger tu brillante sonrisa.

La soga cuelga flácida esperando que alguien tire de ella para arrancar un cubo lleno de agua oscura, que parpadea al darle  la luz extraña de la luna.

Sentado bajo el almendro tísico y con el cubo a su lado espera la hora de la danza de los ululadores o la aparición ritual de los ñandúes polacos cantando versículos del Libro Sagrado.

Oigo disparos a lo lejos; fusilamientos cíclicos del mismo prisionero que hace muchos sueños sonrió de modo cansino.

Una hoja seca, en tímida caída,le despierta al caer sobre su cara. A su alrededor todo es oscuridad. No puede levantarse,le han clavado el cubo  en medio del pecho.

El pozo saluda con un sensual movimiento de cuerda. Ya no está cansado,ahora tiene sed; mete la mano huesuda en el cubo sin fondo y puede acariciar a los peces que retozan en el agua. Se pasa la mano por los labios secos y cuarteados. La luna da sus últimos reflejos. El cuerpo se abandona a esta sensación cansina. Chupa su mano por última vez.

Apartó las imágenes del sueño y se desperezó entre las sábanas. Las gotas de lluvia de aguacate resbalaban por el cristal. La ciudad se encogía, arropándose con las luces de las farolas. El océano se cerraba sobre los cadáveres de antiguos náufragos. Calles vacías. Gaviotas monótonas e inalterables intentaban romper con sus picos las vidrieras del Palacio Marítimo. Un ridículo paquebote intentaba amarrar la línea del horizonte. La humedad se aferraba al anodino reloj que se desesperaba para no perder el ritmo. Tras las ventanas se adivinaban las sórdidas caricias de la brisa que arrancaba jirones de recuerdos a las estatuas.

El tiempo, ahíto de relojes, se refugiaba entre el humo de los cigarrillos y el repiqueteo del aguacero eterno.

Hacía demasiado que el cielo se mantenía con la típica tonalidad asalmonada que indicaba la continuación de los aguaceros de aguacate. La radio estatal emitía partes meteorológicos tranquilizadores : "La lluvia cesará en un periodo no superior a 48 horas". Lo preocupante de esta afirmación es que tenía varias semanas de antigüedad; tampoco  esto era muy importante ya que, desde  hacia meses, nadie  prestaba atención a las emisiones del ente público.

Había renunciado a salir y al empleo del vídeo-teléfono; sabía que todos sus conocidos preparaban un suicidio o se escudaban tras el silencio para evitar conversaciones sobre María. Por fortuna  todavía le quedaban varios cartones de tabaco infumable y algunas botellas de licor de ajonjolí, lo que conseguía hacer de su aislamiento una auténtica cura de salud. Decidió continuar con la amena lectura de la guía telefónica, enfrascándose  en la acción trepidante que le llevó desde Féstes Malkin, B. hasta Galocha Prien, G.
Cansado se levantó y caminó hasta la ventana; preso  de una estúpida curiosidad intentó adivinar que hora asesinaba el reloj del Ayuntamiento. Se quedó paralizado ante el cariz que tomaba el cielo. Una inusual bruma malva se agazapaba entre el océano mortecino y las naves industriales amenazando a los edificios que asfixiaban la parte baja de la ciudad. Esto era un claro indicio de que a las lluvias de aguacates le sucederían precipitaciones de zumo de naranja o pedrisco de hierbabuena. No había nada que hacer, únicamente llamar al Servicio de Balizadores de Niebla para presentar una queja formal por quintuplicado por no advertir de ello a los habitantes de Painlaw. Su cara se iluminó cuando una luz magenta le advirtió de la llegada de una misiva especial. Abrió el contenedor de correo y en su mano apareció una carta con clásico matasellos morado de Bríndik

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