lunes, 17 de noviembre de 2025

Wit

 

El río se desliza furtivamente hacia el Océano. La costa está delimitada por faros desorientados. El mar se repliega mostrando restos de ahogados, naufragios olvidados, y el eco de viejos lamentos. Escucha: alguien habla de amores perdidos.

 Correr hasta el acantilado y ver la luna roja. Lloran sobre un cadáver. No, no es el mío. Veo al hombre que hablaba de amores; es un viejo que aparenta serlo, pequeño, moreno, de rasgos afilados. Una anciana consuela a una jovencita de trenzas.

 Me hacen la señal de los condenados: la mano al hígado, luego al pecho; los pulsos mostrados hacia abajo. Mi hora parece cercana. No tengo miedo, aún puedes protegerme. La luna roja tiñe las estrellas de sangre. Llega el ataúd.

 El hombre de los amores perdidos bebe un vaso de vino mientras cuenta una triste historia que podría ser la nuestra. Quisiera volver hasta el río, nadar contra la corriente, perderme entre los juncos de la orilla opuesta y amanecer flotando entre las algas.

 El bramido del mar abre mis ojos. Ya no están ni el cadáver ni la anciana; solo queda el hombre, hablando a las estrellas, paseando su derrota aferrado al vaso de vino. La sirena de un gran barco estremece la estructura del faro. Alzo la mirada hasta la luna roja. No tengo lágrimas. Pienso en aquel cadáver pequeñito al que le sobraba medio ataúd. Asciendo por la escalera interior. No sopla el viento, pero las nubes se esfuerzan en ocultar la sangrienta luna coqueta. El mar me llama, negro y maligno.

 Creo ver la silueta del hombre de los amores desde la puerta del faro. Le cuenta a la hierba sus derrotas, explicando las cualidades del amante impetuoso e irreflexivo. No le compadezco. Continúa relatando historias a los tímidos cipreses; ni el resplandor de la luna roja puede hacerle callar.

 Una gran ola revienta en el muelle. El ataúd se hunde en el mar. La anciana, vestida de negro, lanza una carcajada histérica. La joven mira de soslayo al hombre, que habla con acento cansado. Yo debo vigilar la vieja maquinaria automática del faro.

 La luna roja clava sus reflejos sobre el ventanuco. Observo mi alrededor. El hombre sigue ahí, hablando de amores perdidos, con la cabeza metida dentro de una madriguera. Comienzo a odiarlo. Alguien señala a la anciana, que yace bajo un olmo raquítico, contando cómo el mar se llevó a la muchacha haciendo el suave sonido de un beso.

 El hombre siempre cuenta la misma historia. Vuelve a hacerme la señal de los condenados. La luna roja jamás se pone. El ruido de la engrasada máquina se mezcla con el rumor de las olas, el furor del viento y el maullido de las gaviotas.

 Aparece una sombra en la puerta del faro. Sé que quiere contarme su terrible historia de amor. La luna sigue parada allá arriba. Se marcha cabizbajo; es un perdedor.

 Las estrellas caen bañadas en sangre, los álamos se estremecen bajo el peso de los ahorcados. El hombre, al que le queda muy poco por hacer, intenta convencer a la anciana. La noche nunca finaliza. El río baja lentamente y la luna arranca reflejos mórbidos al agua oscura. Hace demasiado tiempo que cuido de la maquinaria del faro, apenas queda gente en el pueblo. Yo arremetía contra los dioses, maldecía la bruma opaca que llegaba del nordeste.

 Ha vuelto. Se obceca en contar historias. Aguantar su mirada basta para comprender que todo lo que cuenta es una mentira. Ya no hay barcos, solo el faro aferrado al acantilado y la luz trágica de la luna roja. El gran mentiroso se balancea delante de mis ojos atónitos, meciéndose al ritmo de la brisa del noroeste.

 Estoy muy cansado. La luna roja sonríe con malicia. Espera: Sí, alguien sube por el camino de grava. Veo la cara sonriente del Inspector. Un rayo de luna acaricia su rostro agradable. No le hago pasar. Temo que, como tú, se asuste al ver al hombre colgado, balanceándose al extremo de la soga.

 Sonrío al verle alejarse camino del embarcadero. Continuaré aquí, cumpliendo las órdenes del Inspector, entre estas paredes blancas donde la luna dibuja extrañas sombras. Algún día el río ya no llegará al mar.

 Decido ir a bañarme. Nadar río arriba, porque no hay nada que hacer, salvo vigilar a ese pobre diablo balanceándose al ritmo de la brisa mientras los rayos de luna se cuelan por el ventanuco. El agua opaca me acoge, me dejo llevar por la corriente; desde la orilla opuesta me llega el olor de los juncos. Sería muy sencillo dejarse llevar hasta el Océano, pero alguien debe vigilar la maquinaria automática del faro.








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