Aquella pieza ocupaba un lugar discreto en la serie de objetos que atesoraba en la estancia especial a la que había tenido que trasladar el surtido de elementos acumulados a lo largo de su azarosa vida.
No obstante algo había en aquella prenda que hacía que, en tardes melancólicas, tuviese la imperiosa necesidad de contemplarla de cerca, de disfrutar con sus contornos no demasiado bien rematados, de acariciar despacio los desperfectos de la talla, de disfrutar con los reflejos que emitía; y así se pasaba las horas gozando de unas sensaciones que no sabía muy bien de donde provenían.
No podía recordar donde la había obtenido. Por mucho que lo intentaba era incapaz de recobrar en su memoria el lugar o la ocasión en que, por primera vez, sus ojos vivos se posaron en el objeto. En ocasiones casi le parecía que llevaba allí toda su existencia; tal vez una herencia de algún familiar poco conocido, un regalo hecho por compromiso; a veces sentía que formaba parte de su propio ser, que la llevaba prendida entre sus dedos, enganchado el aroma antiguo y lejano a su ropa.
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