No tiene conciencia, a pesar de sí mismo y de su cuerpo cubierto de sangre, al regresar a casa. Nada le importa, no hay sombras en su proceder, ni cuando le duele el brazo tras horas de blandir el instrumento que causa daño y terror. No hay arrepentimiento al recordar los ojos reflejando el pánico y la desesperación.
Tiene la mirada de aquellos que saben para qué están en el mundo al recoger su uniforme manchado para enterrarlo despacio en la lavadora. Se arrebuja en su cama caliente y jamás piensa en las reses que aguardan su hora en el matadero.
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