Largas tardes de invierno. Silencios cargados de aquello que hace daño y de aquello de lo que no se habla. Tardes de invierno húmedas con olor a café y a mantequilla.
Siempre hay una luz encendida en el pasillo angosto que lleva a esas habitaciones en las que no queremos entrar, esas estancias que nos aguardan con un ambiente gélido y el sonido apagado de un reloj que no existe.
Esos atardeceres que preceden a noches de sábanas frías, crujido de maderas y sombras en los espejos.
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