El viento azul golpeaba su cara y algunos papeles traviesos rebotaban contra sus piernas. Silbaba una tonada amarga y desafinada. Tenía ganas de volar una cometa, de humedecer sus labios resecos bajo una fuente de agua carbonata. Los ñandúes polacos comenzaban a reunirse para sus oraciones rituales al son de los aullidos de los enfermos terminales.
Comenzó el anunciado aguacero de uva. Su lengua saboreó las gotitas verdes que resbalaban por la comisura de su breve boca. Una mujer se asoma a la ventana, apoya su cabeza contra el cristal viendo como se amontonan sobre él las gotas de lluvia; su gato ronronea al pasar entre sus piernas calientes. Nubes violetas coronaban las colinas flotantes y los tratantes de sueños señalaban el noroeste de la bahía.
El caminante tiró una piedra. La mujer espera que ocurra algo imposible: que el reloj dé la hora de las verdades. El cielo se esconde tras la luna y una estrella cae a sus pies. La mujer observa todo esto sin esperar que la lluvia se lleve el reflejo del caminante.
El joven Nak no quiso seguir caminando. Se había convertido en su propio reverso. Nada ocurre en su vida, todo ocurre en su estúpida cabeza hueca, en su mente repleta de sexo sucio y purulento. Todo es una inmensa patraña donde no falta la cerveza caliente, el olor a fritanga y la hipocresía vacua de cierto romanticismo trasnochado.
El joven Nak pateó a un ñandú polaco orante y se dirigió al prostíbulo más cercano; por hoy ya había recibido su ración de eternidad.
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