El joven Nak creía haber olvidado algo en su apartamento, pero ahora le preocupaban otros asuntos. La muchacha no podía perderse entre la multitud de ciudadanos legañosos, aunque era de lo más normal y podía confundirse con cualquiera; de todas maneras había resuelto asuntos más difíciles, como aquella vez que tuvo que perseguir a un gordo tratante de sueños.
La Dirección de Tzaragoza apenas le había dado instrucciones, pero a Nak no le pagaban por pensar. El metro iba repleto de ciudadanos elegantes y ñandúes polacos somnolientos. Para evitar problemas se pegó a su objetivo, la chica le sonrió; el resto sería fácil: un forcejeo y unos pequeños gritos.
Caía un fuerte aguacero de ciruelas. Pasaron por un callejón. El asunto se reduciría a unas líneas en la prensa y a las lágrimas de un adolescente.
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