Los ojos de los ñandúes polacos les siguen, son repeticiones rítmicas del mismo semblante, les rodea un torbellino de edificios proyectados para suicidas.
Huyeron de la suciedad de los callejones: purgatorio maligno y soterrado, para encaramarse a las brillantes farolas de vanadio. Caerán al suelo y reirán con ganas mientras, a lo lejos, se oye el silbato de los tratantes de sueños.
Nak los ve pasar danzando ante las cristaleras de los cafés. El sol, moribundo, da su último y desesperado suspiro en brazos de nubes verdes; en sus caras se reflejan el vacío de la existencia y la monotonía de los días sin fin.
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