martes, 29 de marzo de 2011

Westplaw

En la terraza del bar el tiempo se detiene en cíclicas jarras de cerveza.

Noches llenas de estrellas y luna bailarina y llorosa. Una luz se suicida entre nubes de barcos hundidos.

Mujeres desconocidas pasean por la calle engalanada con banderas negras. Alguien bebe apresuradamente una jarra de cerveza y todos pisamos cristales de ojos violentos y sangrantes.

Días con la luminosidad perfecta de lo inútil, de fulgor extraño aboyando en el calendario triste del paquebote suicidando horizontes. Viajamos tan lejos como el Océano que se merendó una ballena de labios carnosos.

Abochornado el Océano sudaba estrellas de ojos dulces y sirenas de cabellos lacios.
Escuchaban el repiqueteo asmático del teléfono ahogado en la pecera, donde encontraron calcinado al último recaudador de sueños. Podíamos ver las acrobacias de los aprendices de suicidas antes de que se desintegrasen contra los adoquines esmeraldas.

En el vaso de cerveza nadaban náufragos mosquitos. El sol aplastaba sombras. Un trago de aire y polvo. La cerveza apestaba a atún podrido; pero en los ojos de los gatos se refugiaba el aroma de rosas inciertas.

El camarero se suicidaba los días pares y los clientes se apuñalaban entre si todos los jueves de calma chicha y los días de lluvia de zumo de manzana. Nosotros peleábamos contra las grandes jarras de cerveza, las gaviotas que hablaban en francés y las miradas entrecruzadas de las muchachas tímidas.

Decíamos frases graves cuando los balandros herían el muelle. Queríamos que pasase algo y Eric Satie agitaba su pañuelo rojo. Corrimos hacia el intentando atrapar las pompas de música que salían de su pipa-piano.

A pesar de las cometas el verano nos atosigaba. Las quinceañeras escondían caricias en aquellos lugares donde el rubor no existe

A veces algunos sonreían sin motivo y nos ofrecían hermosas gotas de sudor que a los diez minutos se convertía en una bella perla que captaba Radio Luxemburgo y cien emisoras mas, pero estas eran maleducadas y lascivas; tras acariciar nuestras orejas se deslizaban por nuestro cuerpo y, luego, desaparecían, llevándose una fotografía descolorida con un grupo de sonrientes desconocidos.






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